Subió el último escalón que separaba la pequeña puerta de entrada de la calle. De alguno de los bolsillos de su pesada chaqueta verde de gabardina sacó la llave, la insertó en el cerrojo con una precisión milimetrica y una frialdad tan sorprendente como brutal. Giró la llave y abrió la puerta, con una pesadez extraña que parecía inundar todo en esa noche lluviosa. Avanzó por el pasillo con unos pasos lentos, pesados y casi automáticos, tras él, la puerta se cerró. Lentamente, sin cambio alguno en su velocidad, ascendió escalon por escalón los cuatro oscuros pisos que llegaban a la entrada de su hogar.
Una vez ahí, tomo con su grande mano el pomo de la puerta y lo giró metódica y precisamente hasta que la puerta se abrió. Entró a su húmedo apartamento, cerró la puerta y lentamente puso llave. Una, dos, tres veces giró la llave, la retiró y la colocó en el mismo bolsillo de su chaqueta verde de donde la sacó. Caminó unos pasos hasta estar detrás del banco en la barra frente a la estufa. Se quitó la pesada chaqueta verde y la puso, aún escurriendo gruesas gotas de la lluvia que hacía tres días asotaba la ciudad dia y noche, sobre el respaldo del banco. Con la misma pesadumbre que lo envolvía esa noche, caminó unos pasos alrededor de la barra que separaba la cocina del comedor, y entró en su pequeña cocina azul de azules y pulcros acabados.
Con su mano tomó la última pera que quedaba sobre el canasto de la fruta. La llevó a su boca, y la mordió, fuerte y fríamente. Por su quijada resbaló el espeso zumo de la fruta, elevando un dulce aroma que lo transportó de vuelta a su niñez de soleadas tardes en el pasto, de cazar liebres cerca del cobertizo con el rifle de su tio, su infancia de ropa sucia y pantalones con rodillas rotas y parchadas y vueltas a parchar. Fue tan intensa la sensación del aroma, que no supo cuanto tiempo pasó así, reviviendo tantas y tantas tardes de nadar en el lago, de la soleada mesa de la cocina con olor a carne y fruta en la gran cocina de la abuela, de la soledad....
Una vez ahí, tomo con su grande mano el pomo de la puerta y lo giró metódica y precisamente hasta que la puerta se abrió. Entró a su húmedo apartamento, cerró la puerta y lentamente puso llave. Una, dos, tres veces giró la llave, la retiró y la colocó en el mismo bolsillo de su chaqueta verde de donde la sacó. Caminó unos pasos hasta estar detrás del banco en la barra frente a la estufa. Se quitó la pesada chaqueta verde y la puso, aún escurriendo gruesas gotas de la lluvia que hacía tres días asotaba la ciudad dia y noche, sobre el respaldo del banco. Con la misma pesadumbre que lo envolvía esa noche, caminó unos pasos alrededor de la barra que separaba la cocina del comedor, y entró en su pequeña cocina azul de azules y pulcros acabados.
Con su mano tomó la última pera que quedaba sobre el canasto de la fruta. La llevó a su boca, y la mordió, fuerte y fríamente. Por su quijada resbaló el espeso zumo de la fruta, elevando un dulce aroma que lo transportó de vuelta a su niñez de soleadas tardes en el pasto, de cazar liebres cerca del cobertizo con el rifle de su tio, su infancia de ropa sucia y pantalones con rodillas rotas y parchadas y vueltas a parchar. Fue tan intensa la sensación del aroma, que no supo cuanto tiempo pasó así, reviviendo tantas y tantas tardes de nadar en el lago, de la soleada mesa de la cocina con olor a carne y fruta en la gran cocina de la abuela, de la soledad....
1 comentario:
De Florentinos, recuerdos y sonrisas...
Florentino entró a la prepa cuando estábamos en segundo o tercer año. Una prepa solo de varones, vale la pena aclarar. Tenía más de 40 años (y para los que hacíamos la prepa, alguien de 40 y tantos años en el salón parece sumar la edad del mundo); de origen humilde, humildísimo, sacristán de una parroquia cuyo nombre jamás pregunté. Por algún extraño trueque entre el profesor de Etimologías (sacerdote jesuita) y el director de la prepa (católico practicante) fue a dar a nuestro salón para terminar sus estudios. Juntos, echaron a Florentino a los leones: 30 jóvenes burlones ávidos de diversión a costa del más débil. Inocente como era, Florentino sufría constantemente la burla y el escarnio de unos jovenzuelos de familias acomodadas que no tenían ningún reparo en mofarse abiertamente de él. Siempre había, por otra parte, alguno dispuesto a defenderlo y a ponerle el alto a las burlas de los abusivos. Y Florentino, en su bendita inocencia, hacía caso omiso de las burlas y las defensas y se concentraba en avanzar penosamente en sus estudios. Terminó la prepa sin honores. Jamás volví a saber de Florentino ni a pensar en él. Hasta ahora que un pseudónimo lo regresó del cajón de la memoria, y trajo consigo una sonrisa... ¿Dónde estás, Florentino?
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