jueves, 28 de junio de 2007

Sentado, en una banca

Miraba sus manos, entrelazadas, con la misma impecable concentración con la que un mago observa algo para hacerlo levitar ante la sorprendida mirada de la audiencia que solo busca algo en lo que creer. Ni siquiera parpadeaba, estaba ahí, en esa fría banca, observando profundamente cada hendidura, y cada pequeño relieve de sus manos.
La gente pasaba a su alrededor, algunos corrían, algunos hablaban en sus pequeños teléfonos, (Siempre se preguntó que cuantas palabras vacías de significado recorrían los hilos invisibles entre todos los teléfonos de la ciudad, ese día había estimado que cuatrocientosveintidosmilseiscientostreintaynuevemillonesdoscient
osseismilsetescientasdoce) algunas parejas caminaban tomadas de las manos, otros caminaban con una correa de algún perro en una de las manos, mientras que algunos más llevaban tomados de las manos a sus pequeños hijos que algún día dejarían de ser pequeños y entonces en pos del aprendizaje comenzarían a hacer un error tras otro de tal forma que relativamente pronto se volverían insoportables y tendrían que ir al colegio y seguir creciendo y hacerse de sus propios tenis de correr y sus propios perros y sus propios amigos y sus propios novios y novias con los cuales caminar tomados de la mano y sus propios hijos los cuales llevarían alguna tarde nublada y fría a caminar por un parque donde talvez habría un hombre sentado en una banca contemplando profundamente cada hendidura de sus manos de forma tal que al verlo se preguntarían que tanto de interesante puede haber en unas manos, las mismas manos que siempre has tenido, pero no recordarían las horas y las horas que pasaban viéndolas cuando eran bebes sin darse cuenta que tambien alguien más, un poco mas viejo que ellos, se preguntaba que que tanto pensaría un bebe que se mira las manos tan fija e intensamente.
Y permaneció ahí, sentado en esa banca fría. Descubriendo, con gozo, cada pequeño detalle y cada minúscula fisura de sus manos. Las adoró profundamente, porque las manos, mejor que cualquier otra extremidad, le ofrecían el retrato perfecto del paso del tiempo sobre un cuerpo. Permaneció ahí, perplejo en el misterio del tiempo, en el misterio de la existencia, tan simple como una mano que envejece, se arruga y se llena de trazos, pero que permanece, se dobla y puede tomar una taza, o un martillo. En fin, permaneció absuelto en sus pensamientos, completamente abstraido por la infinita gama de posibilidades que cuatro dedos paralelos y uno opuesto, el fantástico pulgar oponible le ofrecían. Basicamente, ese sencillo y magistral diseño le ponía todo lo que veía a su alcance. Y permaneció ahi, contemplando, estudiando, recorriendo y memorizando cada trazo, cada sombra y cada borrón de sus manos. Ah, sus manos, si tan solo las pudiera hacer levitar.

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